Tarantino, ese gran DJ
“Cuando la gente me pregunta si he ido a una escuela de cine, les respondo: he ido al cine”. Y no hay mejor escuela. La frase es de Quentin Tarantino, cinéfago impenitente, amante del cine de evasión y reflexión, un sujeto de mente inquieta y acelerada capaz de saborear por igual una película de Godard y una cinta infame de artes marciales. Esta capacidad de disfrute a lo grande, de exprimir todas las posibilidades del celuloide, lo convierten en uno de los realizadores más honestos, libres e interesantes del momento, dentro de los márgenes del negocio hollywoodense. El responsable de Reservoir Dogs, esa magna opera prima que marcó el cine de los noventa, bebe los vientos por el arte cinematográfico. Ama el cine por encima de todas las cosas, como entretenimiento mayúsculo, como ritual máximo, como ejercicio de catarsis ideal, como herramienta de agitación masiva, como juguete impredecible… El proyecto Grindhouse, desmembrado por estos pagos, es un acto de fe, una muestra de amor a un tipo de cine que hizo su juventud más llevadera y ha convertido su filosofía de vida en un parque de atracciones.
Death Proof, el fragmento firmado por Tarantino perteneciente al doble programa de sesión golfa Grindhouse, no es una pieza para todos los gustos. Incapaz de dejar indiferente, el máximo artífice de la rompedora Pulp Fiction ha rodado lo que le ha apetecido realmente, con absoluta libertad creativa, incluso caprichosa, una posibilidad harto complicada en los tiempos que corren. Ha filmado, sin miramientos, aquello que le gustaría ver como público, porque él, ante todo, es público, un detalle que muchos cineastas de hoy en día olvidan cada mañana sobre la almohada. El muy truhán vuelve a coronarse como rey del mestizaje audiovisual, se pasa por el forro los convencionalismos del cine comercial actual, el modo de representación habitual, el planteamiento, el nudo, el desenlace… Ha vuelto ha ejercer de ingenioso DJ, cogiendo de aquí y de allá para crear un producto nuevo con su personal estilo. Ofrece al espectador un mosaico de clichés resucitados bien ensamblado, con las puertas abiertas a la sorpresa y el desconcierto.
Un especialista cinematográfico se excita chocando contra sus víctimas, tiernas féminas que recluta en bares de carretera de Texas, a bordo de su automóvil, un Chevy Nova de 1970, convenientemente preparado para golpearse contra todo lo imaginable sin apenas abollarse. Esta es la premisa de partida de lo que apunta a ser un slasher (película de asesinatos en serie), que luego no lo es… ni mucho menos. Las tropelías sanguinarias del inefable psicópata encarnado con hipnótico carisma por Kurt Russell es lo de menos en Death Proof, un homenaje sentido a un género que toca la fibra al archiconocido director americano, enfundado esta vez en el papel de un enloquecido pinchadiscos. Sobre los platos: el cine de Russ Meyer, las películas de épicos psychokillers, persecuciones a todo gas, terror de pipas, los diálogos chispeantes marca de la casa, la cotidianeidad delirante, personajes excéntricos… y chicas neumáticas (Mary Elizabeth Winstead, Rosario Dawson, Vanessa Ferlito, Zoë Bell, Sydney Tamiia Poitier…). Tarantino se recrea en la sensualidad morbosa de sus actrices, recalca su fetichismo por los pies, estampa su sello en secuencias memorables, coreográficas, con destellos de violencia apabullante, menos presente de lo que se anuncia. Se explaya a fondo con sinuosa soltura, con capacidad de impacto, de absorción retinal e hipnosis colectiva.
Con el pase de Death Proof, visualmente embriagadora, dos películas en una según su desvergonzada estructura, disfrutarán especialmente los aficionados a buscar referencias cinéfilas de baja estofa. Tarantino vuelve a demostrar que todavía hay autores osados que se toman muy en serio las películas poco serias y predican el sano espíritu de levantar aquellas obras que les pide el cuerpo, por muy absurdas que pudieran parecer a simple vista. Chapeau.
***Texto publicado hoy en EL CORREO, aquí íntegro