A contracorriente
Una diabólica pregunta, harto complicada, cacarea en nuestra mente mientras caminamos hacia las fauces del pensamiento único: ¿vivimos bajo una dictadura del gusto? Arañando la superficie de nuestra realidad, sumidos en la perplejidad, parece sólo existir aquello que devora la mayoría, sobre todo si lo acoge en su seno la ventana electrónica, principal foco de expansión de lo que debemos consumir para estar a la última. Amigo, si lo que haces o degustas no sale en la tele en prime time, apaga y vámonos.
La cultura, capitalizada e institucionalizada, nos llega mascadita y en bolsas de plástico, convenientemente etiquetadas. La única manera de escapar de un mundo regido por la fotocopiadora es encontrar una identidad propia y abrazarse al clavo ardiendo de lo diferente. Si la inquietud llama a nuestra puerta, estamos abocados a escarbar en el vertedero de la contracultura buscando nuevas ideas, pero lo alternativo, herido por las flechas del snobismo, puede llevarnos a engaño y hacernos caer igualmente en el pozo de la mediocridad, convirtiéndonos en un ultracuerpo.
Visto el desolador panorama, se antoja una odisea guiarse por el camino de la razón, a través de una cultura popular que se clona a sí misma, disfrazando como novedoso lo ya conocido para el uso y disfrute de la masa. Mientras las propuestas más ásperas son sometidas a radiaciones con efectos de edulcoración y la nueva modernidad, descafeinada y de fácil asimilación, se apunta al carro de lo políticamente correcto, hay otros mundos que están en éste, ocultos bajo el manto de la ignorancia.
Asusta el caos cultural de siglo XXI, diseccionar una civilización en decadencia cuya sorprendente realidad supera la ficción.
El circo de la vida continúa.