Cine de postal
Tras una larga espera, sobre todo para los seguidores incondicionales (e irracionales) del cine de Darren Aronofsky, se estrena en nuestras salas su última propuesta, la polémica La fuente de la vida, una película que provoca sentimientos encontrados: puede tocar la fibra del espectador y engatusarlo, dejarlo perplejo, o provocar una animadversión extrema. O se ama o se odia, o no se sabe bien por dónde cogerla, así fue su acogida en los festivales de Venecia y Sitges, donde se generó una batalla de decibelios entre sonoros abucheos y aplausos desmesurados en el patio de butacas una vez iniciados los créditos finales. El director de Pi, un enfant terrible de trayectoria tan aparentemente atractiva como engañosa para muchos, toca un tema espinoso: la muerte. Se lanza a la piscina elaborando un poema visual de apariencia final feista, a ratos escandalosamente hortera, fundiendo elucubraciones religiosas y estética new age rancia. Una apuesta curiosa, por un lado, incluso valiente dentro en el cine que nos toca sufrir últimamente, pero soberanamente aburrida en su resultado, con toques de metafísica más que cuestionables, que intentan inyectar a las imágenes una dosis de alta intelectualidad que hay que coger con pinzas para aguantarse la risa.
Respaldado por el talento de Hugh Jackman y Rachel Weisz, Aronofsky desmenuza una enmarañada historia con saltos en el tiempo que pretende ser una poesía sobre la muerte. La fuente de la vida se presenta como un relato de ciencia-ficción que aborda la odisea de un hombre y su lucha, interna y externa, para salvar a la mujer que ama. Así, su confrontación a la inevitable muerte va desde la España del siglo XVI hasta el profundo espacio del futuro siglo XXVI. Jackman intenta encontrar el árbol de la vida, la entidad legendaria que otorga la existencia eterna a aquellos que beben su savia, para que su esposa, una magnética Rachel Weisz, enferma de cáncer, no desaparezca. He aquí el principal problema del argumento: su simplicidad. El fragmento central del filme se revela como una historia propia de un telefilme de tarde, de esos sobre enfermos terminales que tanto proliferan en horario televisivo de sobremesa. El resto es puro adorno, una sucesión de flash-backs sin orden ni concierto que delatan la necesidad de Aronofsky de envolver con un papel de regalo cantoso y llamativo un obsequio carente de interés real.
La fuente de la vida, aquejada de una galopante arritmia, sirve en bandeja diversas lecturas, tan confusas como inservibles, al ofrecer un amasijo de ideas que parten de la Biblia y se pierden entre delirios mitológicos. Analizando su esqueleto, la cinta no aporta nada nuevo a una historia sobre el dolor y la muerte, a esa lucha contra el cáncer de una pareja enamorada que ve como todo se acaba sin poder remediarlo. Aparte, si el capítulo principal peca de tv movie al uso, previsible y tontorrona, la parte situada en el pasado se antoja anecdótica e inconsistente, mientras el planteamiento de la acción en el futuro deviene lo más ridículo del conjunto, una explosión de escenas lisérgicas por infografía propias de un videoclip pomposo que pretenden representar una onírica odisea espacial pero parecen un anuncio publicitario de un curso de autoafirmación en fascículos para coleccionistas. Cuando el autor lanza en entrevistas comentarios sospechosos, como que ha querido “explorar un nuevo territorio dentro del género, similar a Star Wars o 2001”, se delata a sí mismo.
La gestación de La fuente de la vida no fue un camino de rosas. A veces los productores tienen destellos de lucidez, pues toda propuesta aparentemente alejada de lo convencional no tiene por qué ser defendible a capa y espada. Al comienzo del proyecto la película iba a ser protagonizada por Brad Pitt y Cate Blanchett, dos pesos pesados, pero ambos se apearon del carro por causas diversas dejando al cineasta neoyorquino empantanado con una propuesta entre manos cuyo presupuesto se disparaba a los 60 millones de dólares. Finalmente, tras barajarse nombres como el de Russell Crowe, que rehusó finalmente meterse en el embolado, Hugh Jackman se animó a darlo todo junto a Rachel Weisz, pareja en la vida real de Aronofsky. El rodaje tuvo lugar en Guatemala, Montreal, Queensland y Sydney, entre noviembre de 2004 y febrero de 2005, con un presupuesto final de 35 millones, de los que se recuperaron unos diez en EE.UU., a falta de la recaudación internacional.
La fuente de la vida confirma cómo Aronofsky logró encandilar a muchos incautos con Réquiem por un sueño, que se vieron hipnotizados por un envoltorio pasteloso, pretendidamente moderno, que escondía una historia reaccionaria trufada de descarados topicazos. Un cine de postal, con mensajes de manual, tan pretencioso como ingenuo, que se la cuela por la escuadra a los aficionados a apuntarse a absurdas modas en el celuloide actual. No vamos a negar que Aronofsky es un cineasta personal, como también lo era, a su manera, el incomprendido Ed Wood.
(polémica crítica, sin cortes, publicada hace una semana en EL CORREO)